viernes, 30 de marzo de 2012
Orgullo
Me siento frente al escritorio otra vez, con una hoja en blanco y un lapicero mugriento, sin nada que decir, sin nada que pensar. Odio estos momentos, porque es entonces cuando fluye de lo más recóndito de mí todo aquello que permanece oculto en la profundidad de mi alma. Todos los errores, los fracasos y las mentiras. Y sobre todo odio este momento, me odio a mi misma en estos instantes, porque soy capaz de captar la gran mentira de vida feliz que estoy viviendo.
No sabría describir cómo me encuentro ahora. Estoy en un estado de paz y tranquilidad, de aparente felicidad. Todo vuelve a estar en su sitio y yo misma también. Los acontecimientos suceden sin contratiempos y todo pasa según lo previsto. Algo genial para cualquiera que busque estabilidad. Soy como un pez encerrado en una pecera, alimentado tres veces al día, dando vueltas día y noche en un agradable y climatizado cuenco de agua, pero privado de su libertad. Si a este pez se le preguntara su opinión, estoy convencida de que desearía volver al peligroso e inmenso mar, rodeado de tiburones ambrientos y redes de pescadores, pero viviendo en el estado natural y libre donde creció.
Por eso hay algo dentro de mí que me dice que no es esto lo que quiero. Ya no miro ni percibo las cosas como antes, he perdido toda mi sensibilidad, mis ideas, mi corazón. Aún así, mi estúpido orgullo no me permite reconocerlo. Para todos, mi vida es perfecta. Consigo todo lo que me propongo a pesar de los contratiempos. No tengo motivos para sufrir ni para mendigar un cariño que no necesito. Y es que el cariño trae problemas, y amar es peligroso para personas que entienden los sentimientos como un motor de la existencia, y que tienen un inexplicable imán para los desengaños. Ahora soy extremadamente fría y perseverante. Ya no siento, calculo.
Y sigo sin ser feliz. Lo he probado todo para dejarte ir, pero sigues estando aquí. Ya no se como decírtelo, ni siquiera me queda inspiración. Se me ha apagado la llama, apenas sigo existiendo. La vida se me pasa entre carreteras y libros, y siento que estoy echando a la basura todo lo que he conseguido. Ahora soy una persona estable, madura, responsable, pero ahogada y atrapada en esta mierda de existencia, dedicada a hacer lo que los demás esperan de mí. Hay algo que me han arrebatado y lo echo muchísimo de menos.
Pero de nuevo el orgullo aparece para censurarme, para impedirme gritarlo o siquiera pensarlo. Para decirme que estoy mucho mejor así, que ya no hay nada que me haga sufrir. Pero tampoco hay nada que me haga sentir viva. Que me conmueva, aunque sea unos instantes, este maltrecho corazón al que no aceptaban por ser diferente, por hacer algo más que latir. Y es que el mundo está tan loco que cualquiera que pretende hacer algo que no corresponde a su función predeterminada en la vida, se ve inexorablemente reprimido.
Lo peor de todo es que todavía no he encontrado la manera de solucionar este estado de insatisfacción y de vivir sin vivir. Y tampoco puedo pedir ayuda. La vida me ha enseñado a no mostrar dolor ni flaqueza, porque de esta manera, eres débil. Por eso te dedico estas palabras a tí, el único que me escuchas, que me entiendes y no me replicas. Aunque tampoco me puedas responder.
A tí, hoja de papel en blanco que recoges todas mis estupideces aquí, donde ningún alma lo leerá. Así deseo que sea. Y si le llega, tampoco lo entenderá. Ya no escribo para agradar, sino para encontrarme de nuevo a mí misma, a mi propio yo, escondido entre todos estos bocetos. Es egoísmo, orgullo y necesidad.
Nada más.
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