jueves, 7 de junio de 2012

Noche estrellada


Suena...

Fue una reunión discreta, tranquila, humilde, sin excesos, como a nosotros nos gustaban. Un cine, unas palomitas y un helado en el parque. Allí, sentados sobre la hierba, en una cálida noche de primavera, vivíamos una de las situaciones más absurdas de nuestra vida. A nuestra derecha, una encopetada señora leía el best-seller del momento mientras su enorme perro negro nos había dejado un regalito de bienvenida que empezaba a apestar. A la izquierda una fogosa parejita de enamorados aumentaban la temperatura, ya de por sí alta, del lugar. Un músico ambulante, al que nadie había escuchado durante todo el día, había decidido pasar olímpicamente del repertorio preparado y componía sus propios temas a ritmo de blues.

En medio de todo esto, nos encontrabamos nosotros, mirando a todos lados y a ninguno en concreto, intentando buscar algo interesante de lo que hablar. Para más desgracia, mi helado de chocolate se derretía a pasos agigantados y por más que intentaba retener su desintegración, el líquido amenazaba con cambiar de color mi precioso vestido azul turquesa. Él había sido más listo. Lo había pedido de hielo. Lo malo era que se lo habían dado varios grados por debajo de su estado de congelación y aún no había sido capaz de empezarlo. Acorde con la estúpida situación, nuestra conversación era también increíblemente absurda. En realidad, ambos eramos personas absurdas. Yo me sentía cómoda en este tipo de situaciones, diciendo tonterías me movía como pez en el agua. Pero él, desgraciadamente, tras una hora hablando sobre los pies planos, el abuelo de Heidi, el color de los gusanos, la varita de sauco o la luz verde de mi lamparita de noche, decidió dar un giro radical a la situación y soltar uno de sus comentarios ingeniosos.

 -¿Sabes porqué las estrellas solo se ven cuando es de noche?
- Mmm...
Iba a soltar algún chiste estúpido, pero preferí callarme. Su gesto había cambiado, estaba muy serio, mirando al cielo, tremendamente concentrado y abstraído. Después se volvió hacia mi, esbozó una pequeña sonrisa y me dijo:
-Porque durante el día, la luz del sol inunda todo y nos impide percibirlas. Sin embargo, cuando llega la noche y todo se vuelve oscuro, son estos diminutos luceros los que permanecen brillando, e iluminan el cielo de una manera diferente, muy sutil y muy valiosa.
Yo permanecí callada. No sabía que decir para no estropear aquello.  Pero él no me dio tiempo, sacó de su bolsillo un trozo de papel arrugado, me lo puso en la mano, me dio un beso en la mejilla y se marchó.
Y ahí me quedé yo, como una estúpida, sin entender nada de lo que había pasado, con el helado de chocolate en la mano, en un estado lamentable, y soportando la mirada del perro negro de mi derecha, cuyo único divertimento ahora era compadecerse de mi situación y mirar mi helado con deseo. Decidí dejarselo en el suelo y me marché.

Cuando llegué a casa me di cuenta de que todavía tenía el papel en la mano, en el mismo sitio donde él lo había dejado. Temblorosa, lo abrí con cuidado. Y allí, empezó todo.

"Al igual que el sol nos impide ver las estrellas, existen muchas cosas en el mundo que nos ciegan, nos eclipsan y no nos dejan admirar los pequeños detalles, objetos o personas que hacen nuestra vida un poco menos gris. Aquellas que siempre han estado allí, pero que, de una manera muy extraña, estamos tan acostumbrados a su presencia que nunca las hemos valorado lo suficiente. Muchos andamos ciegos buscando la luz del sol porque pensamos que en lo grandioso está la felicidad. Sin embargo, es en la oscuridad, en la miseria de la vida, cuando aparecen esos pequeños luceros que alumbran tu camino. Esas diminutas estrellas que, pase lo que pase, nunca dejarán de brillar para tí. Ahora lo sé.
Tú eres mi estrella."