Él estaba demasiado ocupado... siempre lo estaba
Daba igual la hora, o el día... nunca lo pillaba a solas, aburrido o entristecido... Su sonrisa era su característica principal. Me había dado cuenta de que se podía vislumbrar el mundo a través de ella. Un mundo tan diferente pero a la vez tan parecido al mío.
Sabía que no habíamos vivido lo mismo, ni en las mismas circunstancias, y que nuestro carácter se había forjado de acuerdo al ambiente en el que habíamos crecido. Éramos dos almas opuestas desde el principio, una pareja fuera de lo normal. Y sin embargo, nos complementábamos a la perfección. Un día, en una de esas conversaciones que teníamos en nuestros largos paseos en bici, yo le preguntaba:
-Ted... ¿Crees que puede surgir la amistad entre una mariposa inquieta y un sapo observador?
-Sí- me respondía, con sus habitual sonrisa pícara. Y era entonces cuando me miraba de aquella manera que solo él sabía hacerlo, indagando en el interior de mi corazón, aquel corazón que conocía tan bien. No temía utilizar metáforas con él, las pillaba mucho antes de que yo las terminara de decir. Yo creo que los dos hemos pensado siempre lo mismo. Así que, tal vez no fuéramos tan diferentes...
Nunca amé a nadie como amé a aquel muchacho. El cariño que le tenía sobrepasaba todos los límites. Ni siquiera la palabra AMOR abarcaba todo lo que yo sentía por él. Era cálido como un primaveral rayo de sol, y sus palabras conseguían curar, en ocasiones, mi corazón roto y cansado de luchar. Pero yo le necesitaba a cada hora, a cada instante.Y él... él estaba siempre ocupado.
Nos echábamos sobre el césped y escribíamos historias en las nubes, como dos poetas, rebeldes y aburridos del lápiz y del papel. No soñábamos, hacíamos planes. No hablábamos, intercambiabamos palabras. Ni siquiera éramos novios. Sólo dos amigos, cansados de la vida, del amor y de los sueños imposibles. Reíamos mucho y, de vez en cuando, yo lloraba. Y digo yo lloraba porque él nunca lo hacía. Increíblemente, en tres años nunca le ví derramar una sola lágrima. Yo le preguntaba el por qué nunca estaba triste, pero el siempre decía que el no llorar no significa no sentir tristeza. Y tampoco es, ni mucho menos, signo de valentía. Tal vez, más bien, de debilidad. Pero él sonreía porque sabía que con ello hacía feliz a la gente. Y era cierto. Me hizo prometerle que yo también lo haría a lo largo de mi vida...y yo le pedí, a cambio, que le contara nuestras historias al mundo y que después, volviera al mismo lugar, debajo de aquel almendro, para que no me sintiera nunca sola.
Han pasado muchos años. No sé ni siquiera el por qué recuerdo ahora esto. Tal vez porque sé que llega el final de mi vida, y me viene a la memoria todo aquello que he perdido por culpa de ese monstruo que es el tiempo. Aún recuerdo aquellos dos pequeños ojos oscuros, aquel pelo castaño, tan claro como su corazón... y aquella sonrisa sincera que tanto me hizo volar. Siento todavía el olor a hierba, la brisa del viento, la caricia del sol... en aquellas intensas y breves tardes que renovaron nuestras vidas. Me veo muy cambiada a como yo era entonces. He pasado por muchas dificultades, como todo el mundo. Pero si de algo me siento orgullosa es de que siempre lo he afrontado todo con una sonrisa en los labios, tal y como le prometí.
Me pregunto si él habrá conseguido también mantener su promesa... Por si acaso, le seguiré esperando aquí mismo, debajo de este viejo almendro, al menos el tiempo que me permita la vida.
Alice Poppy murió aquella misma tarde, el 27 de octubre de 1987, en el mismo lugar donde escribió sus últimas palabras. Esta carta llegó a manos de Ted Doyle un mes después. Él, que se había convertido en un famoso escritor de literatura juvenil, introdujo la carta de su amiga Alice en una de sus historias. Antes de morir, pidió que le enterraran bajo aquel almendro, donde ella llevaba tantos años esperándole. Y, asombrosamente, su amiga todavía seguía allí.
Eres tan rematadamentee mala...
ResponderEliminarPretendes hacer llorar a la gente y eso no está bien! ¬¬
PRECIOSO.